ZOMBICHO
Había una vez, en lo profundo de un bosque oscuro y misterioso, un genio loco y solitario llamado Doctor Gi-Pi. Vivía en una vieja mansión llena de frascos con extrañas sustancias, libros polvorientos y máquinas que chisporroteaban. Aunque era muy inteligente y capaz de crear casi cualquier cosa, Gi-Pi sentía una profunda soledad. No tenía hijos, ni amigos, ni siquiera un perro con quien hablar.
Un día, mientras miraba las estrellas desde su ventana, tuvo una idea brillante y, como todo genio loco, un poco extraña.
—¡Crearé un hijo! —exclamó. Pero no sería un niño común y corriente. ¡Sería un niño zombie!
Esa misma noche, Gi-Pi comenzó a trabajar. Mezcló ingredientes secretos, juntó huesos y trapos viejos, y, finalmente, con un rayo de tormenta le dio vida a un niño, pero este pequeño no era un niño cualquiera. ¡Era un niño zombie! Y lo llamó Zombicho.
Zombicho abrió los ojos, parpadeando confuso. No sabía dónde estaba, pero se sentía lleno de curiosidad por el mundo. Tenía la piel verdosa y un par de costuras mal cosidas en los brazos, pero tenía un corazón lleno de bondad.
—Hola, pequeño —dijo el Dr. Gi-Pi con una sonrisa torcida—. Eres mi hijo, y juntos haremos grandes cosas.
Zombicho se alegraba de estar vivo, pero había algo que no entendía. Cada vez que se miraba en el espejo, no le gustaba lo que veía. Su piel grisácea y su andar tambaleante lo hacían sentir diferente. Él quería ser como los niños que veía a veces desde la ventana: llenos de vida, jugando, corriendo, riendo.
—Papá, ¿puedo ser un niño de verdad? —preguntó un día.
El Doctor Gi-Pi, aunque lo quería, no podía convertirlo en un niño humano. No tenía la respuesta, pero aquella noche sucedió algo extraño. Mientras Zombicho dormía, un destello de luz azul apareció en su habitación.
Era un ente, algo entre un hada y un espíritu, con alas resplandecientes y una voz suave pero misteriosa.
—Zombicho, sé que deseas ser un niño de verdad —dijo el ente—. Te ayudaré a cumplir tu deseo, pero hay una condición.
Zombicho, sorprendido, se sentó en su cama de paja.
—¿Cuál es la condición? —preguntó emocionado.
—Para convertirte en un niño humano, debes hacer una obra de bien. Pero no cualquier obra —dijo el ente con ojos brillantes—. Debe ser desinteresada y hacia alguien que realmente lo necesite. Solo entonces te convertiré en lo que tanto deseas.
Zombicho se sintió esperanzado, pero pronto la tristeza lo invadió. Cada vez que intentaba acercarse a alguien, las personas lo miraban con miedo. Los niños salían corriendo al verlo, los adultos cerraban las puertas, y los animales se escondían entre los arbustos. Su apariencia de zombie asustaba a todos, y él no encontraba la forma de cumplir con su misión.
—¿Cómo voy a hacer una obra buena si nadie me deja acercarme? —se lamentaba.
Los días pasaban, y Zombicho se desanimaba cada vez más. Pero pronto, algo llamó su atención: ¡Halloween estaba cerca! Esa noche, todos se disfrazaban de monstruos, fantasmas, y brujas. Nadie tendría miedo de un pequeño zombie en Halloween, ¿verdad?
La noche de Halloween llegó, y Zombicho decidió intentarlo una vez más. Se mezcló entre los niños disfrazados que corrían por las calles pidiendo dulces. Nadie notó su piel verdosa ni su andar torpe. Todos pensaban que era solo otro niño disfrazado.
Zombicho caminaba por el vecindario, observando a la gente. Sabía que ese era el momento perfecto para hacer su obra de bien. Pero, ¿cómo lo lograría?
De repente, vio a una niña pequeña que estaba sola en la esquina de una calle. Tenía el rostro lleno de lágrimas y su vestido de princesa estaba roto. Zombicho se acercó con cautela, su corazón latiendo rápidamente.
—¿Estás bien? —le preguntó con su voz suave.
La niña lo miró sorprendida. Al principio, pareció asustada, pero al ver su sonrisa, se tranquilizó.
—Me caí y rompí mi disfraz —dijo la niña entre sollozos—. Además, perdí mi bolsa de dulces, y no sé cómo volver a casa.
Zombicho sintió una gran tristeza por ella. Sin pensarlo dos veces, buscó su propia bolsa de dulces, que había recogido mientras caminaba, y se la entregó.
—Toma, puedes tener los míos —le dijo—. Y te llevaré a casa.
La niña lo miró con asombro. No podía creer que un extraño fuera tan amable con ella. Tomó los dulces y, agradecida, le dio la mano. Juntos caminaron por las calles orientándose con lo que recordaba la nena. Un árbol amarillo, una iglesia, un techo verde, hasta que llegaron a la casa de la niña.
—Gracias, eres muy amable —dijo ella con una sonrisa.
Zombicho se sintió feliz, aunque una parte de él estaba triste. Sabía que al día siguiente, cuando ya no fuera Halloween, todos lo volverían a temer. Pero, al menos por esa noche, había hecho una buena acción.
Justo cuando iba a despedirse, un brillo azul apareció de nuevo. Era el ente, flotando en el aire con una expresión satisfecha.
—Zombicho, has cumplido tu misión —dijo el ente con una voz melodiosa—. Has hecho una obra de bien sin esperar nada a cambio, y ahora, como prometí, te convertirás en lo que siempre has querido.
Zombicho sintió un cosquilleo en todo su cuerpo. Su piel verde y costuras desaparecieron, y poco a poco, se transformó en un niño humano de verdad. La niña lo miraba asombrada, sin saber qué decir.
—¡Soy un niño de verdad! —gritó Zombicho, mirando sus manos y su reflejo en una ventana cercana.
El ente le sonrió y desapareció en el aire. Zombicho sabía que su vida cambiaría a partir de ese día. Ya no tendría que esconderse, ya no causaría miedo. Había encontrado la manera de ser el niño que siempre había soñado, y todo gracias a un acto de bondad en la noche de Halloween.
Y así, Zombicho vivió feliz, ahora como un niño humano, jugando, riendo y ayudando a los demás, sabiendo que su corazón siempre había sido más grande que cualquier monstruo.
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